viernes, 19 de julio de 2013

martes, 2 de julio de 2013

Vademécum*

Vivo luego dudo. Dudo mucho. En realidad, dudo más de tres veces al día. Dudo más que como. Hay días que me empacho de dudas. Otros no, otros me sobra con una duda de las grandes. Día sí y día no, las preguntas se acumulan en mi bandeja de cosas pendientes. La vida es pregunta y respuesta y otra vez pregunta.
Si necesito avanzar y responder busco ayuda en mi vademécum. Un botiquín de urgencia que llevo siempre conmigo. Una especie de librito concreto pero imaginario en el que guardo versos, alguna cita, nombres, libros, autores, frases de amigos y espejos; algunos cóncavos y otros convexos. Referencias que acumulo en el zurrón con la confianza de que en momentos de tropiezo o duda me sirvan, al menos, para no dejar de caminar.
Porque todos tenemos dudas. Es conocida la anécdota que contaba Billy Wilder a la menor ocasión. Cuando escribía un guión y llegaba a un callejón sin salida, a una duda, automáticamente se preguntaba: “¿Cómo lo haría Ernst Lubistch?”. Wilder también está en mi botiquín, claro. Pero hay otra voces que se suman.
El mes pasado concedieron el Premio Príncipe de Asturias de las Letras al escritor Antonio Muñoz Molina. Una buena noticia. Aquí no hay duda. Una referencia de las buenas. Por su profundidad y sencillez. No creo que necesitemos mucho más en este tiempo de desguace. Y no es poco. Reflexionar con poso y sin eco no es fácil pero Muñoz Molina lo ha conseguido.
Foto de Ricardo Martín vía Alfaguara.com
En una entrevista concedida en febrero, el escritor hablaba de la función de los intelectuales como referentes de la sociedad. Y alertaba sobre esa condición y esa palabra: “No necesitamos intelectuales iluminados”, decía. El autor de 'Plenilunio' ha conseguido colocarse justo al lado del haz de luz de ese foco peligroso. Utilizando, con permiso, su metáfora, podríamos decir que Muñoz Molina es un intelectual apagado. Como lo era José Luis Sampedro, por ejemplo. Pertenecen a ese grupo de intelectuales que no se reconocen en esa condición, que parecen no decir nada importante porque su tono no es chillón, maledicente o absoluto. Justo por eso, la sociedad les reconoce como referentes, porque no están subidos en ningún estrado o columna como San Simón. Se les puede mirar a los ojos.
Otro valor es que se cuestionan. Tienen dudas. Y esos son los mejores. Los intelectuales que dudan. Son aquellos que no se fían, que no dan por hecho, que no suponen, que no se quedan colgados en el signo de interrogación esperando una respuesta, la buscan sin esperar una solución determinada. Y esos son las valiosos. Porque no se paran, porque continúan, porque se preguntan y se revisan.
Porque si hay algo más importante que tener referencias, es revisarlas. Tener en cuenta que aquellas miguitas que guardamos para marcar el camino no son las únicas o pueden perder valor es otra referencia en sí misma. No es fácil hacerlo. Pero necesario. Siempre.
A mí también me ha tocado revisión de referencias. Estoy en ello. Y tengo la fría sensación de que se me agotan, de que lo que me valía hace unos años ahora no me vale. Ese vértigo, dulce a veces, de la reinvención constante no deja de aparecer. Y más ahora. Cuando mi brújula marca otro Norte, cuando mis palabras pierden peso y cuando mi futuro está revuelto y suspendido como la arena que baila en el fondo del mar.
Sin duda, Antonio Muñoz Molina es una buena miga que incluir en mi zurrón. Es una baliza que como aquellas que flotan en el agua, nunca está en el mismo sitio, no se resiste al movimiento de la marea, lo observa y trata de comprender su ritmo. Una y otra vez. Porque sabe que nada permanece. Nada está quieto. Ni siquiera las balizas. 
*Artículo publicado en el periódico Bilbao en su edición de julio 2013.