Me encanta regalar. Es un placer
dar sin viaje de vuelta. Regalar tiempo, gestos, besos e incluso objetos o
libros a personas cercanas, queridas. Y todo porque no saben que el regalo me
lo hacen a mí. No saben que me están regalando una aventura. Un viaje. Una ruta
hacia ellos mismos.
Regalar para mí es, precisamente
eso. Buscar, bucear y encontrar. Es también riesgo y mimo. Curiosidad de niño. Fallar
tal vez. Acertar las más de las veces. Diversión siempre.
Cocinar, por ejemplo. Es un
regalo de tiempo infinito que huele a cristales con vaho toda una mañana de
invierno. Ofrecer una comida es algo muy especial. Empieza por elegir el menú.
Buscar ingredientes, recetas, sabores que encajen en los invitados, en sus
gustos, en el carácter de cada cual. Después toca hacer la compra. He de
confesar que aquí me pierdo. Como un expedicionario por la ruta de la seda voy
buscando esos componentes que harán un todo que será, al mismo tiempo, parte suya
y mía. La frutería es mi oasis. Suena raro pero me divierto tanto comprando
fruta y verdura.
Tras el viaje toca volver a la
cocina. Un lugar donde el tiempo pasa lento, a fuego lento. Entonces comienza
el precioso proceso de trocear, partir, cortar, dorar, hervir, esperar,
calentar, oler, probar, beber un sorbo de vino para continuar y sonreír,
mientras todo esto ocurre, porque ella adora el chocolate, él sucumbe ante un
buen puré de patatas y ellos ya están tocando el timbre de la puerta para que
les abra.
También se pueden regalar besos.
Sí, de verdad. Parece que en vez de regalar los robas pero no. Que no os
engañen. Dar besos de esos que están sin estrenar es un regalo de los buenos. O
sonrisas si la intimidad no os llega para un beso. Yo lo he hecho y funciona.
Una vez, en el metro. Vagón de bostezos y rutinas, caras opacas. El exterior se
difumina y busco un lugar donde encallar mis ojos legañosos. De frente veo a
una joven. El ritmo del vagón mece su cuerpo y bailotea en un divertido
duermevela. Un frenazo le despierta y descubre mi mirada curiosa. Le doy una
sonrisa. Me la devuelve renovada. Y amanece de nuevo al salir del túnel.
Hay otro jardín que me gusta
frecuentar a riesgo de perderme y fracasar. Y es regalar poesía. Es otro placer
que me permite rebuscar en los rincones de las librerías, porque la poesía
siempre vive en rincones, y traducir en versos ya escritos esa mirada, ese
carácter o esa sonrisa. Y descubrir, contento, que ese libro casi escondido, ha
nacido para ser regalado.
Los versos son calles poco
transitadas, es cierto, pero no por ello son menos transitables que las largas
avenidas de las frases. Y averiguar, casi adivinar, qué poeta, qué poemas, con
qué versos acertar no es tarea fácil. Si no pasea por esas calles, por dónde
empezar. Y si pasea habitualmente, cómo sorprender. Siempre hay calles seguras
por las que casi nadie resbala. Pero regalar poesía es saltar a un vacío un
tanto incierto. Intuyo el otro lado pero no acabo de verlo con nitidez. Y es
sencillo caer. Pero, ¿Y si acierto?, ¿Y
si doy con el mapa perfecto?, ¿Y si descubro calles nuevas por las que pasear
juntos?. Siempre queda la opción de la corbata o el perfume, claro. Regalos
convertidos en excusas baratas para no ir más allá de la mirada propia.
Pero pocos filos tan atractivos
como el de buscar en mirada ajena. Pocas empresas tan arriesgadas como la de
bucear en dos pupilas nuevas. Pocas sensaciones tan gozosas como la de haber
encontrado dos perlas.