sábado, 4 de enero de 2014

#36




Crudo invierno.
Sushi de nieve.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Primero, poesía*

Para María

La gente se ríe cuando lo digo pero hablo en serio. No miento. El caso es que no veo otra salida. Es el único camino. Yo, al menos, no conozco otro. Es la única manera que he encontrado. Se llama Poesía. Sí, poesía. Así, en grandes letras minúsculas. Ante la mentira, poesía. Ante la sombra, poesía. Ante el engaño, poesía. Poesía. Poesía. Poesía. La verdad frágil. La duda innegable. Las pupilas desnudas que descubren todo por primera vez a cada segundo. El alambique que destila la vida. Poesía para empezar, para poder continuar, para jugar una partida nueva desde la casilla de salida. Porque solo empezando desde el principio se puede llegar hasta el final.
Primero, poesía para despertar. Necesitamos que algo nos recuerde que la vida se termina con un punto final y no con tres suspensivos. Por qué perder tiempo en circunloquios y rodeos si lo importante, lo necesario se dice en dos palabras. Tan sólo basta una mirada, un suspiro, un instante y todo queda dicho. Por qué evitar el camino recto del verso.
Primero, poesía porque solo el mañana tiene sentido si ayer nace sin hoy. El futuro oprime y el pasado condiciona. La poesía no soluciona, es cierto, tampoco aligera pero pone espejos para asumir que aquello que fuimos y lo que seremos seguirá ahí si no hacemos nada nuevo. Y se hace fuerte en el ahora. Es ahora cuando siento, cuando me duele o gozo, es ahora cuando recuerdo que una vez fui feliz porque fui. Y también triste porque fui y no volví. La poesía no delega. Toma la iniciativa, la palabra, sube al escenario y grita que el hoy siempre funciona, que es lo único sólido que tenemos pero igual efímero. Por eso no hay que dejarlo escapar. Antes de que sea tarde y se convierta en un ayer difuso y sobrevalorado. 
 

Primero, poesía para saber de qué estamos hechos. Con qué herramientas contamos. Qué hemos hecho con ellas hasta ahora. Qué podemos hacer. Somos capaces de mucho más, seguro. Pero hay que saber quiénes somos. Revisar cada poro, cada lágrima vertida, cada beso que nos hemos dejado robar, cada puñetazo en la mesa que no terminamos de dar. Eso somos. Todo eso. Lo hecho y lo no hecho. El haber y el debe. Nada más que un amasijo de carne, dudas y amor. Pero si no lo sabemos, si no hacemos inventario de dolores y sonrisas, seremos nada. Una nada artificial y perfecta que sólo servirá para no servir para nada.
Primero, poesía como lenguaje. Como medio de comunicación. Preciso y rico, al mismo tiempo. Porque la poesía no esquiva, no regatea. Mira a los ojos. Nos enseña a preguntar sin saber la respuesta de antemano. Nos obliga a dudar, a quedarnos unos segundos colgados de un verso sin saber si al inicio de la linea siguiente habrá otro para no caernos. Vivir sin red una vida sin trampas. Sin precauciones. El camino recorrido me ha enseñado que las prevenciones no sirven. Que la venda sin herida es una bandera inútil que asfixia. Que el temor solo frena mis pasos y cambia el destino sin darme cuenta. La poesía nos deja al borde de un acantilado infinito. Y darse la vuelta es morir en cada paso retrocedido. Pisar decidido la tierra removida e inestable y contestar sin miedo esas interrogantes a punto de explotar. La vida como un campo minado de sonetos.
Primero, poesía para reaccionar. Para caminar y dar el primer paso. Solo así evitaremos ser pisados. Así de sencillo. La poesía muestra fotografías concretas, sentimientos concretos, instantes congelados que aún respiran. Tan concreta que la poesía puede hablar de ti, de mí o de nosotros. Nos despoja de nombres y apellidos y nos otorga matices, detalles y esquinas. Y eso nos hace iguales. Iguales en la fuerza, en la debilidad y en las ganas de hablar una misma voz. Justo en ese momento seremos invencibles. No antes, pero sí entonces.
Primero, poesía. Después, revolución. 

*Artículo publicado en el número de Noviembre del periódico Bilbao

martes, 1 de octubre de 2013

Bajo tierra*

El vagón del metro está lleno. Sopor y sudor en una tarde de verano. Señoras sentadas que se abrazan a sus bolsos, jóvenes apoyados en las puertas cabeceando al ritmo que sale por sus auriculares y un racimo de manos, de todos los colores, toma con fuerza la barra vertical situada en el centro del vagón. Nadie se mira. Infinitas órbitas que parecen no coincidir. Tan solo breves cometas fugaces que no encuentran respuesta y mueren en el anuncio de un restaurante chino.
Junto a las puertas, sin escapatoria, ella y yo. El vaivén del metro nos hace tambalear, corregir la posición de nuestros pies sobre la marcha para no caernos. Lo mismo pasa con nuestros labios. Torpe baile de pasión recién estrenada. Pero nos aplicamos con ganas. Un frenazo antes de tiempo, como un toque de atención de un tren celoso, casi consigue separarnos. La barra queda lejos de nuestro alcance y los dos únicos sitios libres son un horizonte imposible. Noto que ella me abraza un poco más fuerte, abarcando toda mi espalda, mientras su cuerpo, más pequeño que el mío, se inclina levemente apoyándose en mi. Yo abro las piernas, busco asegurar el centro de gravedad y me inclino, también suavemente, hacia ella.
De repente, conseguimos un equilibrio perfecto sin necesidad de agarrarnos a nada. Tan solo el uno con el otro. Con dos golpecitos en la espalda requiere mi atención para besarme con una sonrisa que sabe a victoria. Eso es un poco el amor. Sentirse seguro en plena intemperie.
Vuelvo al metro. No hay tanta gente, el verano se ha tirado a las vías hace unos días y hay sitio de sobra. Estoy solo. Me siento. Al lado descansa un ejemplar de un periódico gratuito. Está arrugado y manoseado. Lo rescato. Hojeo sus páginas con más lástima que convicción. Es imposible pero me parece oler a viejo por entre sus noticias. Hasta que llego a la última página del periódico. Es algo parecido a una sección de contactos pero va un poco más allá. Como si pudiéramos leer, sin esfuerzo, cada mensaje enviado en cada botella y encontrado en la orilla de cada playa a lo largo de toda la vida. 



Esta sección me confirma que es mentira eso de que no se miran. No les veo, pero se miran y lo recuerdan. Otra cosa es que no hablen o no se acerquen. Pero mirar, miran y se fijan. Seguro que se fijan.
Hay mensajes tímidos. Dos líneas escasas para decir, por ejemplo, que se fijó en ella por su manera de leer, de quedarse dormida o de sonreír mientras escuchaba la radio. Otros se extienden para imaginarse la vida al lado de alguien que han visto apenas unos instantes. Tiempo más que suficiente para construir un sólido sueño al que solo le falta el pequeño detalle de conocer, pasado un minuto al menos, el receptor de los suspiros que estoy leyendo yo ahora. Y luego están los angustiados. Aquellos que creen haber dejado pasar un tren fundamental. El metafórico, no el físico. Que son los importantes. Son los que aportan todo tipo de detalles del fugaz instante. Hora, línea de metro, situación dentro del vagón, ropa que lleva ella, rasgos de él. Se nota la presión y la ansiedad en cada una de las palabras escritas. Incluso aparecen faltas de ortografía.
Mientras leo, voy colocando en mi vagón, vacío desde hace unas estaciones, a algunos de esos personajes. Como Hércules Poirot en el Orient Express, dibujo la escena del crimen e imagino las miradas furtivas, la imaginación desbocada y la valentía sepultada en un montón de excusas. El amor es un poco eso. Imaginar y sonreír con lo imaginado.
El metro se vuelve a llenar. Entran viajeros nuevos con prisas viejas. La correspondencia con otras líneas y la cercanía de la estación de autobuses tienen la culpa. Sigo sentado. A mi lado, de pie, una chica coloca con cuidado su bicicleta. La cadena está oxidada y le falta el freno de la rueda delantera. Probablemente la lleve a arreglar. Resopla y se revuelve el flequillo en un gesto que parece instintivo. Ya instalada y a punto de cerrarse las puertas aparece de la nada el último pasajero de nuestro vagón. Atropellado pero sin perder los papeles, pide perdón a la chica de la bicicleta por su entrada. Ella quita importancia al asunto y comienza a hablar con naturalidad, sin buscar nada. Pasan varias estaciones. Las miradas se fijan y las preguntas se suceden. Yo llevo en la misma página del libro unas cuatro o cinco paradas. Con más espacio, ella acomoda mejor la bicicleta. Justo entre su cuerpo y el de él. El hombre mira por encima del hombro de la chica y advierte que es su parada. Con un gesto se lo hace saber y sonríe en forma de despedida. Las puertas se abren, le mira una última vez y le da un beso de esos que dura una eterna fracción de segundo. Sale sin correr y sin mirar atrás. Ella no puede moverse. Cierra los labios y abre los ojos.
La voz femenina del metro anuncia mi parada. También la de ella. Varada en su bicicleta, sale la última para no molestar al resto de neuróticos pasajeros y porque le cuesta andar, caminar. Acoplo mis pasos a los suyos para acompañarla, aunque sea en la distancia. La verdad es que no sé si alguien más se ha dado cuenta. Subimos las escaleras mecánicas mientras se nota el aliento frío de la calle. No hay ansiedad ni angustia en su mirada. Tan solo sorpresa que, poco a poco, se transforma en sincera y fugaz felicidad. El amor es un poco eso. Aprovechar el beso de cada momento y ser sorprendido.

*Artículo publicado en el periódico municipal Bilbao en su edición de octubre.



domingo, 4 de agosto de 2013

Reflejos*

Para Haizea

Miro de reojo el espejo del baño. Ahí está. Un tipo recién duchado que no tiene la mirada limpia. Algo esconde. Algo evita. Hace tiempo que no le miro de frente. No me cae bien. Cada vez peor, de hecho. No se atreve. Por eso decido irme. Lejos. No volver a verle. Seguro que sigue quieto en ese recuadro de cristal empañado de lágrimas condensadas. Si él no se va, me marcho yo. Si él no se atreve, me atrevo yo. No puedo más. Seguro que hay otros espejos, otros ojos que me miran, otros reflejos”
Leo estas líneas en un cuaderno negro de pasta blanda. Las escribí hace meses. Antes de irme. En realidad, escribí este párrafo en el momento justo en que decidí que me iba. Y me fui. Decido. Viajo. Voy lejos. Pasan cosas. Me pasan cosas porque quiero que me pasen cosas. Parece fácil pero no lo ha sido.
Dice el tópico que la mochila de los problemas viaja con uno, que no hay posibilidad de huir, de dejar abandonado ese equipaje y que por mucho que lo descuidemos, nunca se pierde en los aeropuertos. Es cierto. Pero, a veces, el viaje es una manera de vaciar esa mochila. Sobre todo si en vez de facturar la llevas como equipaje de mano.
Eso es lo bueno que tiene tomar decisiones. Nadie, salvo yo, es responsable de lo que me pasa a partir de lo que he decidido. Ni siquiera el reflejo esquivo del baño. No sé si le pasa a más gente pero cuando tomo una decisión más o menos importante siempre pienso en las consecuencias negativas que puede conllevar. Es más, para mí, la palabra consecuencia tiene un matiz negativo inevitable. Nunca pienso que puede haber consecuencias positivas. Sin embargo, cuando bajo del avión todo es posible. Todo. Incluso lo mejor. Todas las puertas están abiertas. Todos los espejos están limpios. Todo son nuevas miradas donde reflejarse. 

  Entonces llego a un lugar que no es el mío. Soy extranjero, inmigrante o peor, soy un turista. Estoy desubicado. No encajo. Pero, de repente, eso deja de ser negativo. De defecto a virtud en cuestión de segundos. Soy diferente, tengo algo que me distingue. Entonces sonrío y me empeño en sacar esa cualidad que me diferencia para compartirla.
Con una naturalidad sorprendente, comienzo a cruzarme con miradas reflejadas, con miradas que reflejan y con reflejos que me miran. También con miradas que he visto en reflejos de ojos que ya he oído llorar. Probablemente en el espejo de aquel lejano cuarto de baño antes de empañarse.
Ahora me toca decidir de nuevo. Recorrer el camino de cada mirada o pasar de largo. Entrar o no molestar. Preguntar o quedarme con la duda. Una decisión llama a otra. Ésta también parece fácil de contestar. Y lo es. Reconocer miradas nuevas es un lujo que no puedo echar a perder. Por muy lejos que esté.
Las calles largas, casi infinitas, y el verano caluroso, casi derretido, favorecen los paseos a ninguna parte. En un silencio, los dos, ella y yo, dejamos caer la mirada a la ciudad. Entonces hablamos de Montreal. No sabíamos explicar porqué nos sentíamos a gusto en un lugar tan alejado de nuestro origen, porqué nos había caído tan bien si no es la más bonita, la más honrada ni la más perfecta. Volvimos al silencio. Sólo se me ocurrió tararear 'Thunder road' de Bruce Springsteen cuando dice: “You aint a beauty, but you're alright and that's alright with me”. Totalmente de acuerdo, dijo ella. Aquí las cosas son posibles, supongo yo. Todo es posible. Incluso lo mejor. 

viernes, 19 de julio de 2013

martes, 2 de julio de 2013

Vademécum*

Vivo luego dudo. Dudo mucho. En realidad, dudo más de tres veces al día. Dudo más que como. Hay días que me empacho de dudas. Otros no, otros me sobra con una duda de las grandes. Día sí y día no, las preguntas se acumulan en mi bandeja de cosas pendientes. La vida es pregunta y respuesta y otra vez pregunta.
Si necesito avanzar y responder busco ayuda en mi vademécum. Un botiquín de urgencia que llevo siempre conmigo. Una especie de librito concreto pero imaginario en el que guardo versos, alguna cita, nombres, libros, autores, frases de amigos y espejos; algunos cóncavos y otros convexos. Referencias que acumulo en el zurrón con la confianza de que en momentos de tropiezo o duda me sirvan, al menos, para no dejar de caminar.
Porque todos tenemos dudas. Es conocida la anécdota que contaba Billy Wilder a la menor ocasión. Cuando escribía un guión y llegaba a un callejón sin salida, a una duda, automáticamente se preguntaba: “¿Cómo lo haría Ernst Lubistch?”. Wilder también está en mi botiquín, claro. Pero hay otra voces que se suman.
El mes pasado concedieron el Premio Príncipe de Asturias de las Letras al escritor Antonio Muñoz Molina. Una buena noticia. Aquí no hay duda. Una referencia de las buenas. Por su profundidad y sencillez. No creo que necesitemos mucho más en este tiempo de desguace. Y no es poco. Reflexionar con poso y sin eco no es fácil pero Muñoz Molina lo ha conseguido.
Foto de Ricardo Martín vía Alfaguara.com
En una entrevista concedida en febrero, el escritor hablaba de la función de los intelectuales como referentes de la sociedad. Y alertaba sobre esa condición y esa palabra: “No necesitamos intelectuales iluminados”, decía. El autor de 'Plenilunio' ha conseguido colocarse justo al lado del haz de luz de ese foco peligroso. Utilizando, con permiso, su metáfora, podríamos decir que Muñoz Molina es un intelectual apagado. Como lo era José Luis Sampedro, por ejemplo. Pertenecen a ese grupo de intelectuales que no se reconocen en esa condición, que parecen no decir nada importante porque su tono no es chillón, maledicente o absoluto. Justo por eso, la sociedad les reconoce como referentes, porque no están subidos en ningún estrado o columna como San Simón. Se les puede mirar a los ojos.
Otro valor es que se cuestionan. Tienen dudas. Y esos son los mejores. Los intelectuales que dudan. Son aquellos que no se fían, que no dan por hecho, que no suponen, que no se quedan colgados en el signo de interrogación esperando una respuesta, la buscan sin esperar una solución determinada. Y esos son las valiosos. Porque no se paran, porque continúan, porque se preguntan y se revisan.
Porque si hay algo más importante que tener referencias, es revisarlas. Tener en cuenta que aquellas miguitas que guardamos para marcar el camino no son las únicas o pueden perder valor es otra referencia en sí misma. No es fácil hacerlo. Pero necesario. Siempre.
A mí también me ha tocado revisión de referencias. Estoy en ello. Y tengo la fría sensación de que se me agotan, de que lo que me valía hace unos años ahora no me vale. Ese vértigo, dulce a veces, de la reinvención constante no deja de aparecer. Y más ahora. Cuando mi brújula marca otro Norte, cuando mis palabras pierden peso y cuando mi futuro está revuelto y suspendido como la arena que baila en el fondo del mar.
Sin duda, Antonio Muñoz Molina es una buena miga que incluir en mi zurrón. Es una baliza que como aquellas que flotan en el agua, nunca está en el mismo sitio, no se resiste al movimiento de la marea, lo observa y trata de comprender su ritmo. Una y otra vez. Porque sabe que nada permanece. Nada está quieto. Ni siquiera las balizas. 
*Artículo publicado en el periódico Bilbao en su edición de julio 2013. 

jueves, 20 de junio de 2013