jueves, 3 de enero de 2013

Entrañas*



“Todavía escucho el viento; todavía estoy despierto” Coque Malla

Estoy desnudo. Sin recursos. Solo. A mi alrededor se rumia el desguace. La calle se levanta, las fachadas se desconchan y el cielo se rompe si lo toco. Las luces tiemblan a punto de apagarse para siempre y nadie parece ver la salida. El silencio se ha cubierto de un murmullo acostumbrado. Tiendas que sólo venden escombros usados, antiguas máquinas sin estrenar, ropa que un día me perteneció. Casas de cartón con las esquinas mojadas y bancos convertidos en apartamentos de lujo. 
Pero esto no fue siempre así. Recuerdo que una vez tuve un traje nuevo y sonreía. Todo iba bien. La gente salía a la calle con sus trajes más o menos nuevos. No era fácil sonreír pero se esforzaban.
Un día le pidieron a un hombre, cerca de mí, que se quitara la chaqueta, que lo hacían por su bien; por su comodidad. Él, obediente y dispuesto, lo hizo. Más tarde, vi cómo una mujer hacía lo mismo delante dos hombres bien vestidos; con todas sus prendas.  Sentado en un banco me fijé que uno de esos dos hombres se acercaba a mí. Esto ocurrió no hace mucho tiempo.
Me acaban de quitar mi última prenda. Una camisa hecha jirones. Quiero recordar que era blanca antes pero reconozco que ya no lo parece. Quieto, sin mover ni un músculo todavía siento el viento. Y pienso que puede que sea tarde. Pero ya no puedo más. No me van a quitar nada más. No me van a quitar las entrañas. Lo que tengo dentro. Lo que alimento con cada palabra leída, con cada sonrisa atrapada al vuelo, con cada milagro que acaricia las ventanas.
Aquellos que aún conservan el traje inmaculado están convencidos de que, tarde o temprano, como han conseguido el resto, se harán también con mis entrañas. Pero no, se equivocan. Nunca han errado tanto. Eso no se toca. Me ha costado tanto convertir llantos, risas, fatigas acumuladas y caminos equivocados en estas riendas que ahora sujeto que ya no se las voy a dar a nadie. No están en venta. Ya no. 
Pueden venir a la casa que nunca compré, a buscarme al trabajo que ya no tengo o interrogar al amor que perdí. Todo su empeño será inútil. También a ellos se les ha hecho tarde. Ahora me encontrarán enfrente.
Cuando aún me quedaba alguna prenda raída cometí la estupidez de creer que el error era yo.  Que la culpa era mía. Pero se acabó. No van a hacerme dudar más. El camino se ha vuelto embarrado, tortuoso, difícil de transitar pero es el camino que un día decidí tomar. A punto estuve, también, de creer que la suya era la única carretera disponible. Pero mi itinerario no viene en el mapa. Y eso es lo mejor de todo. Ellos no saben por dónde voy. Yo sí. Ya sé, al menos, hacia dónde me dirijo.
Ya sé quiénes son. Quiénes se planchan el traje a diario. Aquellos que se ríen pero se olvidaron de sonreír. Mediocres que creyeron en el atajo. Sombras ridículas proyectadas en ruinas. Constructores de castillos en el aire. Paseantes con zancada marcial.   Ninguno de aquellos me va a decir qué amar. No se van a atrever a indicarme con el dedo qué mirar, qué admirar o qué querer. Quién puede acompañarme o quién no. Si necesito la soledad o si anhelo la búsqueda. No son nadie para recortar mis laberintos. No van a guiar mis pasos. Yo decido el desfiladero al que arrojarme. Sigo desnudo y solo. Sin recursos pero con las riendas bien sujetas. Y en el siguiente cruce espero encontrarte.
* Artículo publicado en el número de enero de 2013 del periódico Bilbao.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Fantástico!
Nagore

Anónimo dijo...

¡Fantástico!
Nagore