Me gusta pensar que, al nacer, el
iris de mis ojos no tenía color. Un lienzo en blanco que solo se tiñe de
matices a medida que el mundo se extiende delante de mí. En función de las
cosas en que me fijo a lo largo de mi camino, de aquellas que me han
sorprendido o que me conmueven, esas dos curiosas mirillas tienen una tonalidad
determinada y caprichosa.
Tenía trece años cuando mis
pupilas, aún deslavadas y blancuzcas, recibieron un primer brochazo de color.
Apenas sabía lo que significa ir a un museo cuando mis padres me llevaron, en
verano, al Teatro Dalí de Figueres. “Un sitio más que visitar antes de ir a la
playa”, pensé.
Mis ojos no sólo cogieron color
sino que adquirieron profundidad. Cada grabado, fresco, pintura o instalación
era un reto para mi inhóspita cabeza y mis pálidos ojos. En minutos debía
procesar colores, caras, perspectivas y archivarlo todo para poder pasar al
siguiente reto. Lo recuerdo bien. Estaba aturdido y emocionado. Mi corazón se
aceleraba. A cada paso una aventura
nueva. Sentado en un escalón cerca del patio que organiza el espacio, cerré los
ojos y, mareado, esperé a que mis padres me encontraran mientras los nuevos
colores, trucos y dimensiones se asentaban en mi cabeza y cromaban mis pupilas
de un intenso azul surrealista.
Me enamoré por primera vez a los
16 años. El corazón latía con fuerza, desbocado y hablaba por mí. No callaba. Era
mi portavoz imprudente. El viaje de estudios a Amsterdam terminó por estallarlo
todo en cientos de colores más. El culpable fue Van Gogh. Sus pinceladas
intensas, rabiosas; cada una como si fuera la última, se convirtieron en
palabras de un idioma que sólo entonces creí entender.
Esquivando a mis aburridos
compañeros, a excepción de algún que otro náufrago que comprendía, como yo, el
mismo lenguaje que el loco del pelo rojo, aprehendí su pasión y su tensión, su
necesidad enfermiza de pintar. Ahora como entonces no queda más remedio que,
como él, afrontar cada bastidor sin hacer prisioneros; como si fuera el último.
Desnudos y sinceros. Los dos. Pintor y espectador. En el largo viaje de regreso
en autobús, mis ojos, cerrados y cansados, revoloteaban en sus cuencas llenos,
esta vez, de un eterno verde insolente.
Varios amores eternos después y
con las pupilas hambrientas de otros colores, otros brillos, miré hacia atrás y
busqué entre las sombras. En la intimidad de un cuarto oscuro descubrí el
blanco y negro. La química mágica del papel mojado. La fotografía. Y con ella,
la importancia del enfoque, de las formas, de la sugerencia. La riqueza del
matiz, del susurro, del detalle. De mostrar sin enseñar. De ocultar para ver.
De inventar para sentir la realidad.
Entonces apareció Doisneau para
enseñarme imágenes de besos, adoquines y ciudades que de tan pasadas, casi
olvidadas, continúan respirando y llenando de vaho el cristal que las cubre.
Buscar el corazón en cada piedra, la sonrisa en cada monigote de tiza o la
lágrima en un juguete infantil. Búsquedas que mis ojos llevan a cabo por
inercia apasionada. La paciencia y la sensibilidad convertidas en instantáneas.
Consiguió positivar los colores
saturados y aportar a mis pupilas enardecidas antiguos matices de un gris
melancolía.
El camino sigue y los reflejos no
terminan. El color del iris nunca deja de matizarse, de enriquecerse, de cambiar.
Como nunca va a volver al blanco inicial, a la casilla de salida. Así que cada
nuevo color, nuevo trazo y cada nueva emoción tendrá que buscar acomodo entre
los pigmentos anteriores. Mi afán, entonces, no es otro que buscar nuevos
colores antes de que mis ojos se fundan en negro.
Artículo publicado en el periódico municipal Bilbao
1 comentario:
Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto leyendo algo que, además, creo y siento haber vivido de cerca.
Publicar un comentario