martes, 5 de febrero de 2013

Ojos pintados*



Me gusta pensar que, al nacer, el iris de mis ojos no tenía color. Un lienzo en blanco que solo se tiñe de matices a medida que el mundo se extiende delante de mí. En función de las cosas en que me fijo a lo largo de mi camino, de aquellas que me han sorprendido o que me conmueven, esas dos curiosas mirillas tienen una tonalidad determinada y caprichosa.
Tenía trece años cuando mis pupilas, aún deslavadas y blancuzcas, recibieron un primer brochazo de color. Apenas sabía lo que significa ir a un museo cuando mis padres me llevaron, en verano, al Teatro Dalí de Figueres. “Un sitio más que visitar antes de ir a la playa”, pensé.
Mis ojos no sólo cogieron color sino que adquirieron profundidad. Cada grabado, fresco, pintura o instalación era un reto para mi inhóspita cabeza y mis pálidos ojos. En minutos debía procesar colores, caras, perspectivas y archivarlo todo para poder pasar al siguiente reto. Lo recuerdo bien. Estaba aturdido y emocionado. Mi corazón se aceleraba.  A cada paso una aventura nueva. Sentado en un escalón cerca del patio que organiza el espacio, cerré los ojos y, mareado, esperé a que mis padres me encontraran mientras los nuevos colores, trucos y dimensiones se asentaban en mi cabeza y cromaban mis pupilas de un intenso azul surrealista.

Me enamoré por primera vez a los 16 años. El corazón latía con fuerza, desbocado y hablaba por mí. No callaba. Era mi portavoz imprudente. El viaje de estudios a Amsterdam terminó por estallarlo todo en cientos de colores más. El culpable fue Van Gogh. Sus pinceladas intensas, rabiosas; cada una como si fuera la última, se convirtieron en palabras de un idioma que sólo entonces creí entender. 

Esquivando a mis aburridos compañeros, a excepción de algún que otro náufrago que comprendía, como yo, el mismo lenguaje que el loco del pelo rojo, aprehendí su pasión y su tensión, su necesidad enfermiza de pintar. Ahora como entonces no queda más remedio que, como él, afrontar cada bastidor sin hacer prisioneros; como si fuera el último. Desnudos y sinceros. Los dos. Pintor y espectador. En el largo viaje de regreso en autobús, mis ojos, cerrados y cansados, revoloteaban en sus cuencas llenos, esta vez, de un eterno verde insolente.
Varios amores eternos después y con las pupilas hambrientas de otros colores, otros brillos, miré hacia atrás y busqué entre las sombras. En la intimidad de un cuarto oscuro descubrí el blanco y negro. La química mágica del papel mojado. La fotografía. Y con ella, la importancia del enfoque, de las formas, de la sugerencia. La riqueza del matiz, del susurro, del detalle. De mostrar sin enseñar. De ocultar para ver. De inventar para sentir la realidad.
Entonces apareció Doisneau para enseñarme imágenes de besos, adoquines y ciudades que de tan pasadas, casi olvidadas, continúan respirando y llenando de vaho el cristal que las cubre. Buscar el corazón en cada piedra, la sonrisa en cada monigote de tiza o la lágrima en un juguete infantil. Búsquedas que mis ojos llevan a cabo por inercia apasionada. La paciencia y la sensibilidad convertidas en instantáneas.  Consiguió positivar los colores saturados y aportar a mis pupilas enardecidas antiguos matices de un gris melancolía.
El camino sigue y los reflejos no terminan. El color del iris nunca deja de matizarse, de enriquecerse, de cambiar. Como nunca va a volver al blanco inicial, a la casilla de salida. Así que cada nuevo color, nuevo trazo y cada nueva emoción tendrá que buscar acomodo entre los pigmentos anteriores. Mi afán, entonces, no es otro que buscar nuevos colores antes de que mis ojos se fundan en negro. 

Artículo publicado en el periódico municipal Bilbao

1 comentario:

Verónica García-Peña dijo...

Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto leyendo algo que, además, creo y siento haber vivido de cerca.