Para Beatriz
Es una
casa que no llama la atención. Tiene un pequeño porche rodeado por
una barandilla de madera blanca. La fachada es de ladrillo rojo
oscuro y las molduras de las ventanas son también blancas. Todo está
en silencio. No hay nadie pero las sillas en el césped y el coche
aparcado justo delante del garaje indican que la casa tiene vida.
Solo falta una luz encendida de una de las habitaciones para
convertir la escena en un cuadro de Hopper.
Me quedo
quieto en la acera. La tarde cae. Como en un museo me quedo mirando
el cuadro y hago trabajar la imaginación. Intento rejuvenecer la
escena. Busco a un niño que descubre sus primeros juegos en ese
césped. Y que luego se puso a escribir. Y más tarde decidió cantar
sus poemas. Busco a Leonard Cohen. Pero no está, claro. Estuvo. Su
biografía dice que hace ya algunos años, el cantautor canadiense
dio sus primeros pasos en ese barrio tranquilo, sin pretensiones y
casi idílico de Westmount.
No hay
rastro de él ni de su vida pasada en esa casa. Ni placas ni
recordatorios. Nada. Tan solo mis ganas de creer que esa casa fue la
casa de Leonard Cohen. Y, ¿si no fuera ése el hogar natal del
artista?. Sigo quieto en la acera y sonrío con esa idea en la
cabeza. Sería absurdo que yo estuviera inmóvil frente a una casa
que seguro acogió una infancia feliz de cualquier otro ciudadano
canadiense de provecho. Pero no sería Leonard. Tampoco niego que
siendo verdad que Cohen creció delante de mí hace más de setenta
años, la escena no sea igual de absurda.
Pero
supongo que es la necesidad, un poco mitómana, lo confieso, de
indagar en la vida de alguien que ha indagado en la mía. Alguien que
ha dado respuestas a algunas de mis preguntas o que ha pronunciado,
de una forma más certera, esas cuestiones que siempre me han rondado
el alma. Necesidad de dar cuerpo al alma de sus canciones, intuyo.
Deshacer el camino de baldosas amarillas, sospecho.
Me dicen
que la mayoría de los habitantes de Westmount en la actualidad, y
puede también que de Montreal, se aventuran, desconocen este dato de
la biografía de Cohen. Que tan solo los turistas aficionados a su
música se acercan, de a poco, por Belmont Avenue. Yo, ahora, vivo a
escasos quinientos metros de esa calle. Era inevitable acercarme.
Mis discos rayados de Cohen no me lo hubieran perdonado nunca.
Westmount
es una pequeña ciudad dentro del centro de Montreal. Se trata de uno de los núcleos
anglófonos más importantes de la capital, principalmente francófona.
Esa mezcla de idiomas, de puntos de vista, de personalidades se nota
en cada paso que doy por la ciudad. Desde la más superficial del
lenguaje y del patrimonio, a otras actitudes más sutiles como su
comportamiento cívico, por ejemplo.
Supongo
que eso se nota también en Leonard Cohen. Es un cantautor
norteamericano pero encaja perfectamente en la tradición del
chansonnier francés. Sus canciones están llenas de
referencias americanas pero siempre sobresale un matiz de lirismo y
amargura e incluso de intensidad más típico de autores europeos.
Puede que
esté influido por estas calles, por esta mezcla de acentos que aún
me confunde, por un mapa del que desconocía referencia alguna. Puede
ser. Pero, sin duda, para mí, es un Nuevo Mundo en el que encuentro
nuevas explicaciones a viejas preguntas.
Vuelvo
sobre mis pasos, camino de mi casa. A la tarde le queda un último
brillo. Una luz más que suficiente para iluminar una larga calle en
cuesta que bajo con la atención del turista despistado. Y pienso,
con otra sonrisa dibujada en la cara, que Leonard y yo tenemos algo
en común. No es la poesía, no es la música, tampoco el talento, ni
mucho menos la experiencia. El viejo trovador y yo compartimos
primeros recuerdos.
Cuando él
comenzó a abrir los ojos al mundo en este rincón, vio lo mismo que
yo he visto por primera vez de esta esquina del mapa. Es otra idea
absurda, lo sé. Pero a mi me hace sentir bien. De alguna manera yo
también he nacido en Westmount.
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