Vivo
luego dudo. Dudo mucho. En realidad, dudo más de tres veces al día.
Dudo más que como. Hay días que me empacho de dudas. Otros no,
otros me sobra con una duda de las grandes. Día sí y día no, las
preguntas se acumulan en mi bandeja de cosas pendientes. La vida es
pregunta y respuesta y otra vez pregunta.
Si
necesito avanzar y responder busco ayuda en mi vademécum. Un
botiquín de urgencia que llevo siempre conmigo. Una especie de
librito concreto pero imaginario en el que guardo versos, alguna
cita, nombres, libros, autores, frases de amigos y espejos; algunos
cóncavos y otros convexos. Referencias que acumulo en el zurrón con
la confianza de que en momentos de tropiezo o duda me sirvan, al
menos, para no dejar de caminar.
Porque
todos tenemos dudas. Es conocida la anécdota que contaba Billy
Wilder a la menor ocasión. Cuando escribía un guión y llegaba a un
callejón sin salida, a una duda, automáticamente se preguntaba:
“¿Cómo lo haría Ernst Lubistch?”. Wilder también está en mi
botiquín, claro. Pero hay otra voces que se suman.
El
mes pasado concedieron el Premio Príncipe de Asturias de las Letras
al escritor Antonio Muñoz Molina. Una buena noticia. Aquí no hay
duda. Una referencia de las buenas. Por su profundidad y sencillez.
No creo que necesitemos mucho más en este tiempo de desguace. Y no
es poco. Reflexionar con poso y sin eco no es fácil pero Muñoz
Molina lo ha conseguido.
Foto de Ricardo Martín vía Alfaguara.com |
En
una entrevista concedida en febrero, el escritor hablaba de la
función de los intelectuales como referentes de la sociedad. Y
alertaba sobre esa condición y esa palabra: “No necesitamos
intelectuales iluminados”, decía. El autor de 'Plenilunio' ha
conseguido colocarse justo al lado del haz de luz de ese foco
peligroso. Utilizando, con permiso, su metáfora, podríamos decir
que Muñoz Molina es un intelectual apagado. Como lo era José Luis
Sampedro, por ejemplo. Pertenecen a ese grupo de intelectuales que no
se reconocen en esa condición, que parecen no decir nada importante
porque su tono no es chillón, maledicente o absoluto. Justo por eso,
la sociedad les reconoce como referentes, porque no están subidos en
ningún estrado o columna como San Simón. Se les puede mirar a los
ojos.
Otro
valor es que se cuestionan. Tienen dudas. Y esos son los mejores. Los
intelectuales que dudan. Son aquellos que no se fían, que no dan por
hecho, que no suponen, que no se quedan colgados en el signo de
interrogación esperando una respuesta, la buscan sin esperar una
solución determinada. Y esos son las valiosos. Porque no se paran,
porque continúan, porque se preguntan y se revisan.
Porque
si hay algo más importante que tener referencias, es revisarlas.
Tener en cuenta que aquellas miguitas que guardamos para marcar el
camino no son las únicas o pueden perder valor es otra referencia en
sí misma. No es fácil hacerlo. Pero necesario. Siempre.
A
mí también me ha tocado revisión de referencias. Estoy en ello. Y
tengo la fría sensación de que se me agotan, de que lo que me valía
hace unos años ahora no me vale. Ese vértigo, dulce a veces, de la
reinvención constante no deja de aparecer. Y más ahora. Cuando mi
brújula marca otro Norte, cuando mis palabras pierden peso y cuando
mi futuro está revuelto y suspendido como la arena que baila en el
fondo del mar.
Sin
duda, Antonio Muñoz Molina es una buena miga que incluir en mi
zurrón. Es una baliza que como aquellas que flotan en el agua, nunca
está en el mismo sitio, no se resiste al movimiento de la marea, lo
observa y trata de comprender su ritmo. Una y otra vez. Porque sabe
que nada permanece. Nada está quieto. Ni siquiera las balizas.
*Artículo publicado en el periódico Bilbao en su edición de julio 2013.
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