martes, 1 de octubre de 2013

Bajo tierra*

El vagón del metro está lleno. Sopor y sudor en una tarde de verano. Señoras sentadas que se abrazan a sus bolsos, jóvenes apoyados en las puertas cabeceando al ritmo que sale por sus auriculares y un racimo de manos, de todos los colores, toma con fuerza la barra vertical situada en el centro del vagón. Nadie se mira. Infinitas órbitas que parecen no coincidir. Tan solo breves cometas fugaces que no encuentran respuesta y mueren en el anuncio de un restaurante chino.
Junto a las puertas, sin escapatoria, ella y yo. El vaivén del metro nos hace tambalear, corregir la posición de nuestros pies sobre la marcha para no caernos. Lo mismo pasa con nuestros labios. Torpe baile de pasión recién estrenada. Pero nos aplicamos con ganas. Un frenazo antes de tiempo, como un toque de atención de un tren celoso, casi consigue separarnos. La barra queda lejos de nuestro alcance y los dos únicos sitios libres son un horizonte imposible. Noto que ella me abraza un poco más fuerte, abarcando toda mi espalda, mientras su cuerpo, más pequeño que el mío, se inclina levemente apoyándose en mi. Yo abro las piernas, busco asegurar el centro de gravedad y me inclino, también suavemente, hacia ella.
De repente, conseguimos un equilibrio perfecto sin necesidad de agarrarnos a nada. Tan solo el uno con el otro. Con dos golpecitos en la espalda requiere mi atención para besarme con una sonrisa que sabe a victoria. Eso es un poco el amor. Sentirse seguro en plena intemperie.
Vuelvo al metro. No hay tanta gente, el verano se ha tirado a las vías hace unos días y hay sitio de sobra. Estoy solo. Me siento. Al lado descansa un ejemplar de un periódico gratuito. Está arrugado y manoseado. Lo rescato. Hojeo sus páginas con más lástima que convicción. Es imposible pero me parece oler a viejo por entre sus noticias. Hasta que llego a la última página del periódico. Es algo parecido a una sección de contactos pero va un poco más allá. Como si pudiéramos leer, sin esfuerzo, cada mensaje enviado en cada botella y encontrado en la orilla de cada playa a lo largo de toda la vida. 



Esta sección me confirma que es mentira eso de que no se miran. No les veo, pero se miran y lo recuerdan. Otra cosa es que no hablen o no se acerquen. Pero mirar, miran y se fijan. Seguro que se fijan.
Hay mensajes tímidos. Dos líneas escasas para decir, por ejemplo, que se fijó en ella por su manera de leer, de quedarse dormida o de sonreír mientras escuchaba la radio. Otros se extienden para imaginarse la vida al lado de alguien que han visto apenas unos instantes. Tiempo más que suficiente para construir un sólido sueño al que solo le falta el pequeño detalle de conocer, pasado un minuto al menos, el receptor de los suspiros que estoy leyendo yo ahora. Y luego están los angustiados. Aquellos que creen haber dejado pasar un tren fundamental. El metafórico, no el físico. Que son los importantes. Son los que aportan todo tipo de detalles del fugaz instante. Hora, línea de metro, situación dentro del vagón, ropa que lleva ella, rasgos de él. Se nota la presión y la ansiedad en cada una de las palabras escritas. Incluso aparecen faltas de ortografía.
Mientras leo, voy colocando en mi vagón, vacío desde hace unas estaciones, a algunos de esos personajes. Como Hércules Poirot en el Orient Express, dibujo la escena del crimen e imagino las miradas furtivas, la imaginación desbocada y la valentía sepultada en un montón de excusas. El amor es un poco eso. Imaginar y sonreír con lo imaginado.
El metro se vuelve a llenar. Entran viajeros nuevos con prisas viejas. La correspondencia con otras líneas y la cercanía de la estación de autobuses tienen la culpa. Sigo sentado. A mi lado, de pie, una chica coloca con cuidado su bicicleta. La cadena está oxidada y le falta el freno de la rueda delantera. Probablemente la lleve a arreglar. Resopla y se revuelve el flequillo en un gesto que parece instintivo. Ya instalada y a punto de cerrarse las puertas aparece de la nada el último pasajero de nuestro vagón. Atropellado pero sin perder los papeles, pide perdón a la chica de la bicicleta por su entrada. Ella quita importancia al asunto y comienza a hablar con naturalidad, sin buscar nada. Pasan varias estaciones. Las miradas se fijan y las preguntas se suceden. Yo llevo en la misma página del libro unas cuatro o cinco paradas. Con más espacio, ella acomoda mejor la bicicleta. Justo entre su cuerpo y el de él. El hombre mira por encima del hombro de la chica y advierte que es su parada. Con un gesto se lo hace saber y sonríe en forma de despedida. Las puertas se abren, le mira una última vez y le da un beso de esos que dura una eterna fracción de segundo. Sale sin correr y sin mirar atrás. Ella no puede moverse. Cierra los labios y abre los ojos.
La voz femenina del metro anuncia mi parada. También la de ella. Varada en su bicicleta, sale la última para no molestar al resto de neuróticos pasajeros y porque le cuesta andar, caminar. Acoplo mis pasos a los suyos para acompañarla, aunque sea en la distancia. La verdad es que no sé si alguien más se ha dado cuenta. Subimos las escaleras mecánicas mientras se nota el aliento frío de la calle. No hay ansiedad ni angustia en su mirada. Tan solo sorpresa que, poco a poco, se transforma en sincera y fugaz felicidad. El amor es un poco eso. Aprovechar el beso de cada momento y ser sorprendido.

*Artículo publicado en el periódico municipal Bilbao en su edición de octubre.



1 comentario:

Anónimo dijo...

I really enjoyed this. You captured 'Montreal metro moments' quite well. I also often have personal moments on public transport with total strangers- unbeknowst to them of course!