Para
Haizea
“Miro
de reojo el espejo del baño. Ahí está. Un tipo recién duchado que
no tiene la mirada limpia. Algo esconde. Algo evita. Hace tiempo que
no le miro de frente. No me cae bien. Cada vez peor, de hecho. No se
atreve. Por eso decido irme. Lejos. No volver a verle. Seguro que
sigue quieto en ese recuadro de cristal empañado de lágrimas
condensadas. Si él no se va, me marcho yo. Si él no se atreve, me
atrevo yo. No puedo más. Seguro que hay otros espejos, otros ojos
que me miran, otros reflejos”
Leo
estas líneas en un cuaderno negro de pasta blanda. Las escribí hace
meses. Antes de irme. En realidad, escribí este párrafo en el
momento justo en que decidí que me iba. Y me fui. Decido. Viajo. Voy
lejos. Pasan cosas. Me pasan cosas porque quiero que me pasen cosas.
Parece fácil pero no lo ha sido.
Dice
el tópico que la mochila de los problemas viaja con uno, que no hay
posibilidad de huir, de dejar abandonado ese equipaje y que por mucho
que lo descuidemos, nunca se pierde en los aeropuertos. Es cierto.
Pero, a veces, el viaje es una manera de vaciar esa mochila. Sobre
todo si en vez de facturar la llevas como equipaje de mano.
Eso
es lo bueno que tiene tomar decisiones. Nadie, salvo yo, es
responsable de lo que me pasa a partir de lo que he decidido. Ni
siquiera el reflejo esquivo del baño. No sé si le pasa a más gente
pero cuando tomo una decisión más o menos importante siempre pienso
en las consecuencias negativas que puede conllevar. Es más, para mí,
la palabra consecuencia tiene un matiz negativo inevitable. Nunca
pienso que puede haber consecuencias positivas. Sin embargo, cuando
bajo del avión todo es posible. Todo. Incluso lo mejor. Todas las
puertas están abiertas. Todos los espejos están limpios. Todo son
nuevas miradas donde reflejarse.
Entonces
llego a un lugar que no es el mío. Soy extranjero, inmigrante o
peor, soy un turista. Estoy desubicado. No encajo. Pero, de repente,
eso deja de ser negativo. De defecto a virtud en cuestión de
segundos. Soy diferente, tengo algo que me distingue. Entonces sonrío
y me empeño en sacar esa cualidad que me diferencia para
compartirla.
Con
una naturalidad sorprendente, comienzo a cruzarme con miradas
reflejadas, con miradas que reflejan y con reflejos que me miran.
También con miradas que he visto en reflejos de ojos que ya he oído
llorar. Probablemente en el espejo de aquel lejano cuarto de baño
antes de empañarse.
Ahora
me toca decidir de nuevo. Recorrer el camino de cada mirada o pasar
de largo. Entrar o no molestar. Preguntar o quedarme con la duda. Una
decisión llama a otra. Ésta también parece fácil de contestar. Y
lo es. Reconocer miradas nuevas es un lujo que no puedo echar a
perder. Por muy lejos que esté.
Las
calles largas, casi infinitas, y el verano caluroso, casi derretido,
favorecen los paseos a ninguna parte. En un silencio, los dos, ella y
yo, dejamos caer la mirada a la ciudad. Entonces hablamos de
Montreal. No sabíamos explicar porqué nos sentíamos a gusto en un
lugar tan alejado de nuestro origen, porqué nos había caído tan
bien si no es la más bonita, la más honrada ni la más perfecta.
Volvimos al silencio. Sólo se me ocurrió tararear 'Thunder road' de
Bruce Springsteen cuando dice: “You
aint a beauty, but you're alright and that's alright with me”.
Totalmente de acuerdo, dijo ella. Aquí las cosas son posibles,
supongo yo. Todo es posible. Incluso lo mejor.
1 comentario:
No dejes de seguir tomando decisiones y caminando, yo al contrario creo que las consecuencias pueden ser positivas sobre todo si te hacen avanzar y crecer como persona, aunque a veces sea dificil y se haga extraño el viaje.
Para que nunca dejes de seguir soñando. Abrazos desde Bizkaia
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